En 1530, Fray Juan de Zumárraga hizo una hoguera con todos los ídolos y los escritos aztecas que encontró y, para dejarles tierra arrasada a los infieles, en 1562, Diego de Landa quemó cinco mil ídolos y 27 códices mayas ¿Insensatez? Si se juzga por la frecuencia con la que esas ‘purificaciones culturales’ ocurren en la historia de la humanidad, parecería que no lo fuera.
Las pusieron en práctica, entre muchos otros, los reformistas protestantes en el norte de Europa en la misma época en la que los que los católicos españoles lo hacían en América y los nazis antes de la Segunda Guerra Mundial. Google puede traer cientos de casos.
Sobre la cultura de la cuenca del Amazonas hoy existe una amenaza que parece otro episodio de esta absurda saga. Tal vez se olvida por cuenta de los ataques brutales contra la diversidad biológica amazónica, pero sufre arremetidas, a veces involuntarias, y en otras muchas ocasiones cobardes y premeditadas, que son tan devastadoras como las quemas de árboles o de escritos.
Una es, por ejemplo, la de los mineros ilegales, como la de 20.000 buscadores de oro en la frontera entre Brasil y Venezuela. La degradación de la tierra minera es enorme, pero además, los gambusinos separan el oro de las piedras y la arena con mercurio y con ese metal contaminan los ríos y los peces que luego consumen las comunidades. Un informe de Reuters señala que en los últimos cinco años los mineros ilegales aumentaron veinte veces el área de sus explotaciones en el resguardo de 26.700 indígenas yanomami, que permanecen voluntariamente aislados. Un estudio citado en el informe señala que el 92% de los yanomami tienen síntomas de envenenamiento por mercurio, una condición que tiene efectos severos sobre los las habilidades cognitivas y motrices de los niños.
En los 1970 los mineros ya habían diezmado dos comunidades yanomami que murieron por contagios de gripe y sarampión. Hoy son los responsables de contagiarlos con COVID-19. Hasta fin de junio iban 160 casos y 15 muertos indígenas en esa región. Pero las muertes no ocurren solo por contagios. La asociación yanomami Hatukara denunció a fin de junio el asesinato de dos miembros de su comunidad a manos de mineros armados.
Los colonos y taladores ilegales achican el territorio de las comunidades. Las bandas narcotraficantes – que ahora en muchos lugares del Amazonas tienen cabecillas mexicanos – usan pistas e instalan laboratorios en zonas de resguardo, que dejan residuos de ácido sulfúrico, cemento y querosene y desplazan indígenas, como lo hicieron con los Nukak-Makú, uno de los últimos pueblos nómadas de América. Otros grupos armados ilegales ya han expulsado guardaparques de zonas ecológicas protegidas, como lo refirió a Latin Trade, Harold Rincón, secretario general de la organización indígena Opiac.
Los narcos están en todas partes. En Perú, en Surinam, Guyana, Venezuela, Colombia. Por informes del diario Folha, en Manaos en abril pasaron de sepultar 30 cadáveres diarios a 100. El aumento no solo ocurrió por el Covid sino, sostienen los locales, porque la banda carioca Comando Vermelho le arrebató la ciudad a su antigua aliada, Família do Norte, el que era el tercer grupo narco más fuerte de Brasil, después del Primeiro Comando da Capital y del mismo Comando Vermelho. En fosas comunes se mezclaban muertos de Covid y de esta toma que definió el control de la ruta de narcotráfico por el río Amazonas entre Colombia, Perú, Venezuela y Manaos.
Las comunidades están en riesgo permanente de que se les quite o se les degrade el lugar donde viven y que pierdan los recursos de los que se alimentan. Ocurre cuando una hidroeléctrica estorba el paso de los peces en su camino río arriba o cuando se sobrepesca aguas abajo como se evidencia en la feria Ver-o-Peso en Belém, como lo mencionó en su entrevista el antropólogo y profesor de la Universidad de Brasilia, Luis Cayón.
La falta de presencia estatal y la forma pacífica de control de los indígenas sobre las selvas y las llanuras de la cuenca han hecho que tradicionalmente el Amazonas sea tierra de nadie o tierra de bandidos que se adueñan fácilmente de los ríos y las trochas. Un buen ejemplo es el de La Chorrera, un municipio de 1.000 personas en la rivera del Igara Paraná, al que se llega en un vuelo quincenal de una hora y media desde San José del Guaviare en Colombia. “Llevo once meses y no he visto a nadie del Estado”, dijo Diana Gacha, enfermera en esa localidad. “Hay poca protección. Hay una ‘guardia indígena’ con tres voluntarios”, añadió.
¿Qué se pierde?
Hace 14.000 años el Amazona era un bosque de bambú. Los humanos literalmente cultivaron la cuenca. “En 2.000 años se produjo una modificación a gran escala del paisaje”, señaló Cayón. Los pobladores sembraron palmeras de frutos comestibles y desarrollaron una tecnología para generar una producción abundante de alimentos, explicó. Descubrieron, por ejemplo, cientos de pares de especies que deberían ir sembradas lado a lado.
La selva del Amazonas es un trabajo humano. “Es el centro más grande de domesticación mundial de plantas. Más que Mesopotamia o Mesaomérica”, destacó Cayón. Si fuera solo por eso, ya habría una razón del tamaño de una catedral para preservar las ideas de quienes lo construyeron.
Sin embargo, llevamos muchos años revirtiendo esa tarea. “Lo que vieron los europeos ya no existe”, explicó Cayón refiriéndose a los conquistadores de los 1500. El cambio no ha sido botánico exclusivamente. Los indígenas que quedan son los sobrevivientes de un proceso que acabó con el 90% de esas poblaciones, ilustró.
Ellos y sus culturas murieron por enfermedades, por explotación esclavista y por etnogénesis, cuando, por ejemplo, en los sesenta se empujó a indígenas ecuatorianos a los internados religiosos y se crearon nuevas identidades a partir de ahí.
Con el despoblamiento y la colonización se han ido también las lenguas. Según las cifras de la Unesco, en la cuenca del Amazonas está el 11% de las lenguas vulnerables o en franco proceso de extinción del mundo. Hay 167 lenguas que están claramente en peligro y de ellas, 59 son habladas por menos de 50 personas. Esas últimas posiblemente desaparecerán en un par de generaciones, como ya lo hicieron las 17 que se han extinguido en la región desde 1950.
Pero ¿acaso eso importa? Hay razones estéticas para que la pérdida sea imperdonable. El arquitecto y experto en el Amazonas Diego Samper, grabó y oyó horas interminables de historias de la comunidad Makuna. “Si somos capaces de respetar La Odisea, ¿por qué no respetaríamos estas historias?”. Son historias que necesitan días para ser relatadas. “Es un ejercicio extraordinario de poética. Hay que preservarlas por su belleza. Cada una es un experimento de expresión de la humanidad. Cada narrador es un Homero”, dijo.
Estas comunidades son también un laboratorio singular de organización humana. “Como hay abundancia de alimentos no es necesario tener formas de poder para dominar a las personas. Es una forma distinta a la de Occidente en la que hay que controlar recursos escasos y en el que las elites se apropian de recursos y otros trabajan”, dijo Cayón.
Los yucuna tienen un sistema de donaciones y contradonaciones que los economistas teóricos podrían usar para probar la existencia de economías eficientes que funcionan sin dinero y en las que el dinero tiene un papel desestabilizador y subóptimo.
Los makuna les pueden mostrar a los politólogos cómo se consigue que las jefaturas sociales colegiadas se pueden mantener por siglos por medio de heterarquías.
Los shuar de Ecuador y los makuna de Colombia y Brasil tienen elementos muy relevantes para entender actividades humanas tan intrigantes como la reducción de cabezas y el canibalismo funerario. Sin ponerles prejuicios occidentales, con esos modelos los sociólogos y los etnopsiquiatras ya han enriquecido sus discusiones sobre alteridad, sobre guerras, sobre reciprocidad, sobre cadenas alimentarias, sobre conexiones entre cazadores y presas, incluso sobre las relaciones entre animales y humanos, en estas sociedades que no domestican animales.
El Amazonas también pueden atraer lingüistas y filósofos con hechos como el de que el verbo “poder” y la palabra “tiempo” no existan en lengua yucuna, o con conceptos como el de que el tiempo es estacionario y que nos movemos a través de él.
Los makuna no hacen distinción entre visible e invisible porque ambas son dimensiones interconectadas y versiones de una única realidad, como lo refiere Cayón.
Con esa visión de interconexión de lo natural y lo sobrenatural, entre hombres, animales, plantas, minerales, tan extendida en toda la Cuenca, los shuar ya les enseñaron a varios de los mejores antropólogos del mundo que existe la posibilidad de que haya una relación no etnocéntrica entre lo humano y no humano, es decir, una forma de ver las sociedades en la que el hombre no sea el centro del universo.
Claramente esta perspectiva amazónica no tiene relación, está bien lejana de la idea andina de la Pachamama. “No es que nosotros respetemos y respaldemos a la tierra. Nosotros a la vez somos la tierra y la tierra somos nosotros”, aclaró la antropóloga Pilar Larreamendy.
Por supuesto, aunque no hubiera nada de lo anterior, para defender estas comunidades hay una razón ética monumental. No se trata de cuidar la existencia de artesanías vivas, sino de seres humanos.
Más allá de los clichés
Por ahora los resultados parecen mostrar que los eslóganes que invitan a salvar el pulmón del mundo y el buen corazón de los activistas no están siendo suficientes para evitar la pérdida de las culturas amazónicas.
Hay comunidades que están dando su batalla con algún grado de éxito. “Muchos jóvenes están buscando a los abuelos para aprender. Incluso en lugares como Leticia [Colombia] que tiene tanto contacto [con la cultura no indígena]”, afirmó Diego Samper.
Para preservar sus tradiciones, los tukano tienen malocas a las que nadie extraño a la comunidad puede entrar. Los yucuna les ofrecen incentivos a los jóvenes que decidan hacer investigación endógena, para aprender sus leyendas, cantos, curaciones y ritos, explicó Alfredo Yucuna, del consejo indígena Mirití Paraná.
Pero la transmisión del conocimiento no es un asunto sencillo. La mejor foto que tomó Diego Samper en todos sus años de viaje por el Amazonas fue la del hijo de un sabedor de una etnia en Ecuador. Mientras caminaban por la selva le había confesado cómo no sentía que hubiera sido capaz de aprender todo el saber de su papa. El indígena se detuvo, miró hacia arriba y quedó con una luz perfecta sobre su cara. La fotografía registró entonces a la perfección su enorme angustia. “Me estaba diciendo que en el fondo de su ser sentía que no había sido lo suficientemente fuerte para aprender todo”.
Por fortuna, no es cierto que los indígenas sean los únicos y verdaderos guardianes de la selva amazónica, como pretendería la ultraortodoxia. Hay más aliados que, como en otros momentos, aparecen a veces en lugares insospechados. El autor Thomas Cahill documentó cómo en Irlanda – un lugar que se podía considerar como de tercer mundo cultural durante la caída del imperio romano -, monjes que apenas habían aprendido a leer y escribir, copiaron los libros grecorromanos que estaban desapareciendo con la invasión de los bárbaros y los preservaron para Europa.
Tal vez por eso no esté mal que antropólogos, etnomusicólogos y fotógrafos respetuosos, participen en la tarea de conservación. También, que haya entidades como el INPE en Brasil, que provea datos diarios de quemas.
Organizaciones como la del Tratado de Cooperación Amazónica, OTCA, que trabaja con ocho países en establecer un protocolo homogéneo de tratamiento para las tribus aisladas o en estado de contacto inicial, lo mismo que en construir una red hidrológica que estará lista dentro de cinco años y permitirá entender el estado de las aguas de la región.
Preservar contra la agresión a la cuenca del Amazonas en los ocho países y el territorio francés, es crucial. Es una agresión cobarde por la desigualdad de las fuerzas: se arremete contra bosques y cerbatanas, con helicópteros, armas, dinero y con la crueldad de la producción de drogas, madera, minas informales y el afán empresarial mal puesto de la agricultura y la ganadería extensivas en estas zonas delicadas.
Si se muere la memoria
Al lado de ese trabajo arduo de entender y preservar, en la actualidad el COVID ataca directo el corazón de la cultura. Donde los viejos son los custodios del conocimiento, su muerte es una pérdida irreparable. A la zona más lejana de La Chorrera se llega por río, en un viaje que se toma entre 15 y 20 días desde Leticia. Pero el aislamiento geográfico no fue suficiente para defenderlos del contagio. “Es verdad, van 3 casos confirmados; 4 muertes por posible COVID-19; Solo abuelos”, dijo Diana Gacha en una conversación por WatsApp en julio.
La situación del COVID es seria. Un estudio de Coiab y de IPAM muestra que la tasa de mortalidad por el coronavirus entre los indígenas de la amazonia brasileña es 150% más alta que la promedio de ese país. De otra parte, la tasa de letalidad para los indígenas infectados es de 6,8%, mientras que la promedio para Brasil es de 5%. La tasa de mortalidad se calcula tomando como referencia la población total, mientras que la de letalidad solo tiene en cuenta las personas infectadas.
Esto es aterrador incluso para etnias como la makuna donde, como lo señaló Fabio Valencia consejero indígena del Pirá Paraná, hay de tres a cinco ‘grandes sabedores’ en cada pueblo. “Pedimos a todos familiares que no haya más ingreso ni salida por ninguna razón”, explicó.
Ahora, tal vez más que nunca, se siente como el Amazonas se nos escapa a todos por entre los dedos. Hectárea tras hectárea, especie tras especie, vida humana tras vida humana, todos los días se pierde una algo valioso en ese lugar, a pesar de todo lo que todos decimos saber sobre la necesidad de protegerlo
La historia humana está llena de errores culturales, que vienen de todos lados. Exactamente en la misma época, en los 1500, mientras los conquistadores católicos aculturaban a los indígenas americanos quemando sus escritos, los reformistas protestantes del norte de Europa destruían monasterios y bibliotecas, donde estaban los manuscritos rúnicos escandinavos. Cada época tiene su propia violencia con actores y argumentos distintos. Sin embargo, parafraseando al historiador brasileño Leandro Karnal, lo importante es que nunca más tengan que morir más personas o culturas víctimas del proyecto de expansión de algún otro grupo.
La Cuenca del Amazonas
Fuente: Unicef y OTCA